La afirmación que hoy ronda en algunos foros virtuales —esa idea de que Cartagena “dejó de ser beisbolera”— no solo es polémica; también es meliflua. El béisbol no es una moda pasajera ni un gusto circunstancial: es un tejido identitario profundamente arraigado, formado por tradiciones barriales, memorias familiares y un linaje histórico que sostiene al deporte como un componente ontológico del ser cartagenero. Pretender medir el amor por el béisbol con variables de rating, interacciones digitales o asistencia reciente a los estadios es desconocer la sociología del deporte local y el peso de la tradición. Aunque el estadio recientemente se ha llenado en el torneo de béisbol profesional, sigue el estigma de la gratuidad, el cual analizaremos más adelante.
Lo que sí ha cambiado es el entorno cultural y mediático. Hoy Cartagena vive en un ecosistema hiperconectado donde el fútbol —ese gigante globalizado y comercial— domina pantallas, titulares y narrativas. No se trata de una debacle beisbolera; se trata de una nueva hegemonía cultural. Si Francia exporta fútbol, Estados Unidos exporta básquet, y Brasil respira balompié, Colombia se reconoce como un país futbolizado, desde sus relatos escolares hasta sus economías emocionales. En ese mapa simbólico, deportes como el béisbol, el vóleibol o el boxeo cargan con el peso de la subrepresentación mediática, no porque carezcan de público, sino porque no son prioridad comercial ni televisiva.
Lo que ocurre en Cartagena es un fenómeno sociológico conocido como “criterio de autorreferencia”: se juzga al béisbol únicamente desde el presente inmediato, que no es malo, pero se ignora el pasado estructural y el futuro potencial. Porque si el Coliseo Bernardo Caraballo ha vibrado con el boxeo, (deporte que fue matado por la gratuidad), si el vóleibol llena canchas barriales, si el softbol mueve multitudes femeninas y masculinas en las periferias, ¿cómo es que el béisbol —el padre histórico de todos estos impulsos— estaría muerto? Decirlo es una contradicción lógica.
Hay otra discusión necesaria: la gratuidad. El deporte profesional no puede sustentarse sobre el imaginario de que todo espectáculo debe ser gratuito. El pago por ver construye sentido de pertenencia, le otorga valor simbólico al evento y dignifica al atleta. Si regalamos el béisbol, lo convertimos en hobby, no en industria. Y Cartagena necesita industria deportiva, no nostalgia.
Quizás el problema no sea la falta de público, que no es así, sino la falta de narrativa. Quizás Cartagena no dejó de ser beisbolera: dejó de contarse a sí misma como tal. Mientras sigamos creyendo que un estadio a media capacidad significa fracaso, seguiremos confundiendo asistencia con identidad. Un cartagenero puede no ir al estadio cada domingo y aun así ser fanático acérrimo del béisbol. Porque el béisbol aquí no nació en los palcos: nació en los callejones de Crespo, en el Cabrero, en los patios de Torices, en los guantes marca rawlings heredados de abuelo a nieto.
Decir que Cartagena dejó de ser béisbolera es ignorar la sociología del territorio, es olvidar que la memoria histórica pesa más que la tendencia digital, y es renunciar a una parte esencial de nuestra biografía colectiva. El béisbol seguirá aquí mientras haya un niño lanzando una pelota en un lote baldío, mientras un narrador describa un doble play en dialecto caribe, de los cuales hay pocos, y mientras un cronista escriba estas líneas convencido de que la ciudad no ha perdido su esencia: simplemente atraviesa una transformación cultural.
Cartagena no dejó de ser beisbolera. Lo que dejó de existir es la mirada profunda. Y sin mirada, no hay identidad posible.
LUIS ADOLFO PAYARES
PERIODISTA DEPORTIVO



